Siempre he escrito, desde que tengo uso de razón.

Siempre he sido abierta con mis emociones y escribir siempre ha sido la mejor ventana para mi para dejar salir todo aquello que crea, se cuestiona, razona mi mente.

Nunca he tenido temor de exponerme, desde muy pequeña he dejado que otros lean lo que escribo. Antes de la adolescencia, tenia  mil cuadernos con innumerables poemas, cartas, prosas… que mostraba a amigos, mi hermano, enamorados… Recuerdo que a uno de ellos no paraba de dejarle mensajes en paredes, en pupitres de clases en común sin miedo a que otros supieran quien era la mensajera y para quien era el mensaje. Sin miedo a que el receptor supiera quién era la emisora.

Más tarde, apareció internet y con ella infinitas posibilidades para compartir mis ocurrencias, entre ellas Predicado, donde aún conservo muchos de mis escritos. Luego se me ocurrió abrir un blog donde pudiera escribir de cualquier cosa, no solo de amor o tristezas.

No sé en qué momento deje de usarlo y voltee mi mirada al Facebook, donde los estados han servido de catarsis bien sea por trivialidades o cosas más “profundas”, donde aprendí que sin extenderme puedo decir mucho.

Mientras todas esas etapas ocurrían, paso también que deje de ser una persona poco comunicativa (verbalmente) a comunicar demasiado, y al mismo tiempo sucedió que emigre. Emigre a los 28 años, a un país que queda a aproximadamente 16mil kilómetros del que me vio nacer y crecer, con mi esposo e hijo, pero sin mis padres, hermanos y familia de toda la vida.

A pesar de tener a mis dos tesoros, y creo que este sentir no es solo mío, esa necesidad de formar parte de una familia grande, bullosa y donde están los unos por los otros para las verdes y maduras, apareció en mi y no supe interpretar todo esto sino hasta hace un mes.

Emigrar te cambia de un modo que, todo lo que pasa a tu alrededor, a ti a los tuyos, se siente con mucha más fuerza. Te vuelves más sensible.

Para mí, cada persona que he dejado entrar a mi vida se ha vuelto necesaria;  las he convertido en un “para siempre”, como si fuera gente que he conocido toda la vida. Y es que la amistad, desde que me volví inmigrante, tomo otro sentido: el apego ha sido mayor, la entrega infinita y por ende cada pequeña petición la cumplo sin miramientos, pero también cada resbalón ha sido como una caída al vacío. Así de dramático.

Si yo he vivido una montaña rusa de emociones en mi vida, ha sido durante estos 5 años de inmigrante y mi manera de vivir la amistad.

El final del 2016 y el principio tumultuoso del 2017 me enseñaron muchas cosas:

-          Aceptación. Aceptar a quien de verdad quiero, tal y como es. Incluyéndome.

-       Agradecimiento. Asi se ve la vida desde otro punto de vista y se le da importancia a lo que realmente la tiene.

-          Nadie actúa, piensa o siente igual. No todo el mundo valorara lo que haces por otros, ni se entregara de la misma manera. No todo el mundo ve la amistad de la misma manera. Por ende,

-          Desapego. El apego a las personas solo sirve a largo plazo para traer tristezas y decepciones.

-      Volver a mis bases. Tal vez escribir sea mejor que hablar. Tal vez asi hiera menos con mis opiniones y emociones.

-          Lo más importante de mi vida, y mientras estén, yo estaré bien: Mi esposo y mi hijo, mi perro y mi gato. Los demás son complemento de mi felicidad, pero tengo a mi lado lo que de verdad me completa.

-          Cero dramas. Soy dramática, pero al mismo tiempo odio el drama. Odio a mi cabeza cuando no para, cuando no me deja dormir. Por ende todo aquello que represente drama, será ignorado. No puedo perder mi sueño más de esta manera.

-          VIAJAR. Esto me hace feliz. Tengo que hacer las cosas que me hacen feliz!!








Y aunque sea un cliché, estas son mis resoluciones del 2017.

He vuelto y no hay quien me quite el lápiz! (o el computador).

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